Publicado por Verónica Álvarez Martínez.
Podemos rastrear los orígenes del efecto desaliento en la jurisprudencia del Tribunal Supremo estadounidense a partir del caso Brown v. Hartlage. Dos décadas después llega nuestro país a través del Tribunal Constitucional con la STC 136/1999, de 20 de julio, que excarceló a los miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna con ocasión del chilling effect.
El máximo intérprete de la Constitución consideró que la sanción penal puede ser desproporcionada tanto como por no equipararse al reproche que debe suscitar la conducta, como por desincentivar la realización de otras conductas no reprochables. Y si estas conductas no reprochables se vinculan con el ejercicio legítimo de los Derechos fundamentales, tenemos el efecto desaliento.
Podría ser el caso de una punición excesiva ante una conducta limítrofe con las libertades públicas. En este caso, los titulares de los Derechos mencionados pueden evitar ejercerlos por el temor ser severamente sancionados en caso de extralimitación. Sin embargo, el efecto desaliento no solo se circunscribe al ámbito de la proporcionalidad de las penas, sino que también alcanza a la tipicidad. El mero hecho de sancionar penalmente una conducta, con independencia de la gravedad de la sanción, puede entrañar el mismo efecto.
Ámbitos donde se puede producir el efecto desaliento
Es en los delitos contra el orden público donde mayor encaje tiene la doctrina del efecto desaliento, pudiendo ser desalentadas la participación democrática, el ejercicio de la libertad de expresión o el derecho de reunión. Apelar al “orden público” ha servido para justificar la expansión del poder punitivo y un principio de autoridad hipertrofiado que restan seguridad jurídica e invitan a la sumisión – al menos pasividad – de la sociedad civil organizada, reprimiendo la protesta social. Resulta contradictorio que la noción de orden público, que se vincula a la protección del libre ejercicio de los Derechos fundamentales, acabe por amedrentar a sus titulares.
A raíz de ello, el Tribunal Europeo de Derecho Humanos ha advertido a los Estados sobre el peligro que entraña el castigo de conductas no violentas sucedidas en el marco de una manifestación pacífica, instando a la tolerancia frente acciones pacíficas. Pero su doctrina parece chocar frontalmente con lo sucedido a raíz del proceso independentista catalán.
La congregación multitudinaria en la sede de la Conselleria de Economía terminaría con la entrada en prisión de Jordi Sànchez y Jodi Cuixart, posteriormente condenados por un delito de sedición. Recordemos que el tipo invocado se enmarca bajo la rúbrica de los “delitos contra el orden público” y que las horquillas para esta tipología delictiva oscilan desde los cuatro a los quince años de prisión (artículo 545 del Código Penal). En este caso, la contundente respuesta penal para un ilícito penal en el que no concurre violencia es susceptible de invitar a otros a la pasividad social.
Otro ámbito de frecuente aplicación se halla en Derechos fundamentales cuya función rebasa los límites individuales para proyectarse en la sociedad general. Así, y por ejemplo, el Derecho a la libertad de expresión contribuye a la formación de la opinión pública y el pluralismo político en la sociedad, desbordando la esfera individual. Tomando la libertad de expresión como ejemplo, cabe recordar que el Tribunal Constitucional ha dictaminado que la Constitución no puede amparar el insulto. Así, esta conducta no quedaría enmarcada en el ejercicio de un derecho. Sin embargo, y siguiendo la argumentación de Martínez-Pujalte (1997), castigar el insulto con severidad puede desalentar del ejercicio de la libertad de expresión por temor a rebasar el límite que daría lugar al delito de injurias.
Se suma otro problema, pues en ocasiones la crítica severa puede confundirse con el insulto. ¿Apelar a la realidad fáctica de que se producen torturas en prisión es injurias a la autoridad pública no se enmarca en el legítimo ejercicio de la libertad de expresión? ¿Qué hay de calificar de “ladrón” a un cargo público (p. ej. el rey emérito) por apropiarse de dinero público? Pues en el primer caso tenemos a un profesor de la Universitat de Barcelona a espera de juicio y en el segundo tenemos a un rapero exiliado. El potencial desalentador es más que evidente y puede invitar a muchos a preferir el silencio por temor a las consecuencias.
Una diferencia
Cabe diferenciar entre los fines preventivo-generales de la pena y el efecto desaliento. Es obvio que una medida punitiva persigue la disuasión de la conducta que reprocha. Desalentar al potencial infractor de cometer conductas análogas es una de las funciones de la pena: la prevención general.
Sin embargo, si la sanción es desproporcionada, se podría desalentar la realización de otras acciones vinculadas, incluso aquellas que implican el ejercicio legítimo de Derechos Fundamentales. Este último es un efecto indeseable de la pena. Y en este último punto tenemos un problema, pues los poderes públicos no pueden acobardar el libre ejercicio de Derechos. Más al contrario, devienen obligados a promoverlo a tenor del artículo 9.2 de la Constitución.
Cabe aclarar que la doctrina del efecto desaliento no es incompatible con los fines preventivos de la pena, pues no se niega la naturaleza delictiva de la conducta. Se trata de reivindicar un deber de proporcionalidad judicial para evitar obstaculizar el ejercicio de Derechos.
Para reflexionar
El efecto desaliento ha sido proscrito por el Tribunal Constitucional y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo, observamos con casos recientes que los poderes públicos siguen siendo susceptibles de desalentar el libre ejercicio de Derechos. Por ello, se podría poner en cuestión la función del Estado de Derecho, que es la de garantizar los Derechos fundamentales de sus ciudadanos haciendo uso del Derecho penal como instrumento de última ratio para proteger los bienes jurídicos.